Miguel Bueno, Ética y Filosofía (2024)

Por Miguel Bueno
(Profesor de la U. N. A. M.)

Para llevar a cabo el estudio de la ética se debe principiar con un concepto que exponga cuál es su esencia y su significado, de modo que el problema respectivo no se confunda con ninguno de los que tienen afinidad con ella. De la acepción que se otorgue inicialmente a la ética dependerá el desarrollo que adquiera posteriormente; la objetividad de dicha acepción es básica para su firme progreso.

Atendiendo a este requisito, proponemos la siguiente definición: la ética es la disciplina filosófica que fundamenta el valor de la conducta humana. Los conceptos que figuran en la definición establecen:

a) Que la ética es una rama de la filosofía.
b) Que su labor consiste en fundamentar un valor.
c) Que se refiere a la conducta humana.

El desarrollo de nuestra materia ha de efectuarse a partir de los términos planteados en su definición. Ahora bien, dando por supuesto que el concepto de filosofía involucra la fundamentación de un valor, puede establecerse otra definición más breve, equivalente a la anterior: ética es filosofía de la conducta. Para explicarla hay que desenvolver en primer lugar el concepto de conducta.

Entendemos por conducta la actividad que despliega el hombre en forma consciente. Conducta y actividad consciente son términos sinónimos. Ahora bien, como dicha actividad –según lo indica el término– se origina en la conciencia, es necesario explicar en qué consiste la conciencia. Para ello diremos que la conciencia es la facultad de darse cuenta de los objetos, y las vivencias de la persona que la ejercita. El hombre se percata de las cosas por medio de la conciencia, establece el problema que presenta cada una y trata de ofrecer una solución. De acuerdo con ello, la conducta consciente es la que efectúa el hombre comprendiendo lo que significan sus móviles y su alcance, los elementos que la determinan, los fines que persigue y demás factores que la integran. Lo esencial de la conducta es manifestarse en actos, y tener conciencia de ella equivale a percibir sus factores constitutivos, a saber: la esencia, el fin y los medios de la acción, que representaremos por las partículas qué, para qué y cómo. Así, pues, en la conducta consciente el hombre se percata de sus actos; sabe qué actúa, para qué actúa y cómo actúa. En esos tres elementos se funda la conciencia de la acción, y por consiguiente, el problema de la ética.

Hablando en rigor, no se tiene jamás una conciencia perfecta, que sería capaz de explicarlo todo. La conciencia perfecta correspondería a la conducta perfecta y sería propia de un ser también perfecto, no de un ser humano. Al pedir que la conducta moral se integre en actos conscientes se pretende un conocimiento esencial de dichos actos, con las limitaciones que ello implica, no sólo en profundidad sino también en extensión; el hombre no puede ser consciente en todos los momentos de su vida y con frecuencia posterga en mayor o menor grado al conocimiento, dando cabida a los instintos que operan poderosamente en el psiquismo. Sin embargo, lo distintivo en él es su facultad de actuar conscientemente y en esto se funda el valor moral de la conducta; la ética tiende a explicar dicho valor con el concurso de diversas ciencias que mantienen contacto con ella.

Sobre el concepto de conducta como actividad consciente se erige la ética en calidad de teoría que comprende a los valores como realización humana; los valores se vierten en la actividad cultural, la más elevada forma de conducta, que se efectúa mediante la concepción y realización de sus obras, cuya práctica permanente repercute en la superación del hombre, considerado individual y socialmente, como persona y como especie. En tal sentido, realización cultura] y realización humana son términos sinónimos y equivalentes. En ellos se localiza el punto de partida para la verificación de las doctrinas morales.

Para concluir, indiquemos que la ética se desenvuelve como filosofía de la conducta implicando una triple relación que es necesario atender. Dicha relación concierne:

a) A la filosofía, porque la ética es una rama filosófica y sus doctrinas están conectadas con los sistemas filosóficos.

b) A la lógica, porque la ética es una forma de pensamiento y emplea conceptos, juicios, razonamientos y demás formas cognoscitivas.

c) A la ética misma, por las ideas que orientan a la conducta, explican su valor y sus consecuencias en la vida.

Las dos primeras formas de relación nos ocuparán de inmediato, como una introducción al estudio de la ética. La tercera abarcará el resto de la obra y constituye su tratamiento.

Puesto que la ética es una rama de la filosofía hay que establecer el concepto de filosofa, para lo cual se puede recurrir al denominador común de sus diversas doctrinas, que se localiza en el saber universal; todos los filósofos anhelan poseer un conocimiento universal, entendiendo en ello al conocimiento que se aplica a todos los renglones de la existencia. Dicha universalidad se expresa en la concepción del mundo y de la vida –también llamada cosmovisión o Weltanschauung– que toda filosofía quiere obtener; un concepto del mundo y de la vida que otorgue dirección positiva a los actos de la existencia. De lo anterior se desprende que: la filosofía es el concepto universal del mundo y de la vida. Esta definición se aplica inexcepcionalmente a cualquier sistema y puede ser tomada sin reservas como una idea totalizante de la filosofía. La definición tiene un carácter formal, comprende el propósito que reconocen todos los filósofos y por ello mismo es universal, aunque el contenido de los sistemas –o sea la comprensión obtenida– varíe en cada uno; hay siempre un mismo propósito conducente a la comprensión integral de la existencia . Así pues, en el filosofar existen dos factores determinantes, uno constante y otro variable: el primero es la tarea general que se propone y el segundo es la solución particular que se ofrece en cada caso.

El desenvolvimiento de la ética tiene lugar en estrecha relación con toda la filosofía, en la cual se halla inmersa. La relación se prolonga en un doble sentido: general y particular. En sentido general, propone obtener un concepto del mundo y la vida mediante la valoración de la existencia misma que se traduce en la conducta; su significación humana es expuesta por la ética. En sentido particular, la tarea se lleva a cabo en diferentes sistemas, de acuerdo con el concepto predominante en cada uno, e influye asimismo en la ética mediante la postura moral correspondiente. Por ejemplo, si el sistema es de tipo idealista, la ética que albergue será también idealista; si el sistema filosófico es materialista su ética lo será también, &c. Este paralelo encuentra una explicación en la preponderancia del concepto que predomina en cada sistema y repercute en la analogía formal observada en sus disciplinas particulares.

La formación de las posturas filosóficas puede explicarse a partir de la que designaremos como relación cultural entre el sujeto y el mundo que lo rodea, haciendo que éste se proyecte en aquél, y recíprocamente, que aquél influya sobre éste; el sujeto asimila los contornos del mundo exterior y los revierte como una proyección de sí mismo, generando la gama de obras y expresiones que lo manifiestan. Se trata, pues, de una correlación con un doble sentido: el influjo de la realidad en el sujeto y la exteriorización del sujeto en el mundo. La importancia de esta relación es que a través de ella se produce la vida cultural, o sea la expresión del espíritu frente al mundo externo; su producto es la infinitud de obras que se manifiestan en el decurso histórico, ingresando al patrimonio de la humanidad como huella de la acción espiritual en sus diferentes épocas.

La relación del sujeto con el mundo externo determina la confluencia de dos grandes factores que han señalado el derrotero de la filosofía, según la preponderancia que adquiere cada uno en cierto tipo de sistemas. Esos factores son el espíritu y el mundo exterior; aquél es fuente de ideas, y éste, de sensaciones; el primero es un mundo interno y el segundo un mundo externo. De aquí el paralelo que existe entre los siguientes términos:

Espíritu-Realidad.
Mundo interno-Mundo externo.
Ideas-Sensaciones.

Los sistemas filosóficos suelen reconocer con predilección alguno de esos términos, dando origen a dos grandes familias que se agrupan bajo el rubro de idealismo y realismo, respectivamente. La posición idealista tiende a edificarse afirmando a las ideas con independencia de la realidad, mientras la posición realista arraiga en el mundo de los hechos y las sanciones. La exacerbación de ambas posturas ha repercutido en un nocivo antagonismo por el cual la afirmación de una va en detrimento de la otra, de suerte que los partidarios del realismo suelen declararse enemigos del idealismo, y recíprocamente. Esta es una especie de miopía intelectual que ve exclusivamente las virtudes de la doctrina que profesa, postergando las que corresponden a otras doctrinas.

Existe una tercera posición que representa una síntesis de las dos anteriores, quiere mantener sus virtudes y eliminar sus defectos; sería pues, una síntesis de lo mejor que tienen ambas. Por otra parte, esa tercera posición plantea la necesidad de transitar dinámicamente de una postura a otra, por lo cual se le ha conocido como dialéctica. En suma, la dialéctica reconoce la necesidad del sujeto actuante y el mundo exterior, así como su mutua influencia, por lo cual el mundo externo recibe la impronta del sujeto, en tanto que éste se configura con la percepción del mundo exterior.

La proyección cultural permite establecer una somera clasificación de las doctrinas filosóficas en idealistas, realistas y dialécticas. Esta clasificación tendrá singular importancia para el estudio de la ética.

El gran número de doctrinas que registra la filosofía suele provocar desconcierto cuando se quieren aplicar a cuestiones concretas de la vida. Tal vez se acepte alguna de ellas durante cierto tiempo y se la rechace después; o bien se quiera tomar ideas que pertenecen a varias doctrinas; o, finalmente, se vacile sobre la forma de aplicar la enseñanzas que contienen. En todo caso resulta indispensable reconocer alguna doctrina filosófica, adoptar un punto de vista para interpretar la vida, dirigir la conducta y valorar la existencia; un hombre carente de filosofía está imposibilitado para definir su vida y orientar progresivamente su comportamiento. La actitud moral tiende a realizar las ideas que se consideran necesarias para la vida; empero, si no se tienen ideas será imposible poseer una actitud moral. La adopción de una postura filosófica es la culminación del criterio para vivir, es el reconocimiento de un punto de vista y al mismo tiempo la herramienta con la cual se construye la conducta.

En otro plano, una postura filosófica es el nexo de unión en cierto tipo de sistemas que, por aceptar los mismos principios, integran un conglomerado cuyos miembros desfilan alternativamente en el curso de la historia; se les encuentra desde la antigüedad a nuestros días, defendiendo parejos intereses y empleando los mismos argumentos, si bien configurados por el tipo de filosofía que corresponde a cada etapa. Los principios filosóficos no se agotan en un solo sistema, sino permiten un número de ellos prácticamente ilimitado, caracterizándose por aceptar dichos principios y reflejarlos en todo el dominio de su reflexión.

Al elegirse una filosofía participan dos motivos determinantes: el tipo de sistema elegido por el valor que contiene y el carácter del individuo que lo adopta por cierta afinidad con su temperamento. Esos determinantes de la postura filosófica son los principios que la explican, y la elección misma es el acto de reconocer el carácter del sujeto en los principios que ha escogido. De ahí proviene la objetividad y la subjetividad del filosofar, la primera concierne al valor implícito de los principios, en tanto la seguida pertenece al sujeto que los promueve.

En el aspecto subjetivo, las posturas filosóficas se producen de acuerdo con los elementos que integran a la personalidad, las que antiguamente se conocieron como “facultades del alma”, a saber: razón, sentimiento y voluntad. A partir de cada una se establece determinada relación con las posturas filosóficas; también con la rama cultural correspondiente, con la disciplina filosófica que la estudia y con el valor que realiza. De ahí la correlación de los siguientes elementos: a) Facultad espiritual; b) Actitud vital; c) Expresión cultural; d) Carácter psicológico; e) Valor preferente; f) Disciplina filosófica.

Al preponderar alguna de las facultades espirituales se denotan consecuencias teóricas y prácticas, de concepción y ejecución, por ejemplo, un individuo cuyo carácter sea predominantemente racional, tendrá predilección por las ciencias y proclamará que el pensamiento es lo más importante en su vida, la que transcurrirá en medio de preocupaciones científicas: querrá obtener la verdad por medio de investigaciones objetivas, su carácter será racional y la actitud vital que profese es el intelectualismo.

Para otro género de temperamentos, los emotivos, la facultad preponderante es el sentimiento, cuya expresión cultural directa es el arte, y corresponde a una disciplina filosófica como la estética, que se encarga de explicarlo mediante la fundamentación de su valor en lo bello artístico: las reacciones del individuo serán temperamentales, en correspondencia a su actitud vital, que se conoce como esteticismo, o también romanticismo.

El tercer género de relación atañe directamente a la ética y lo principal de ella es la fuerza de voluntad para llevar a cabo los propósitos, según proclama la postura del voluntarismo; el carácter psicológico que la promueve es activista, y su prototipo en la vida es la acción; su forma cultural preferente es la conducta intensiva, y la disciplina filosófica con que se rige es la ética, cuyo valor implícito es la bondad. Para el tipo voluntarista los actos son plenitud de existencia y, puesto que sus normas conciernen directamente a la voluntad, la postura activista es un voluntarismo: como su normatividad se contienen la ética, se presenta como eticismo. Por ello, la postura que nos interesa destacar recibe las designaciones siguientes: activismo, voluntarismo o eticismo.

La dirección eticista ha tenido especial importancia en los sistemas que procuran la transformación del mundo, contrastando con la actitud contemplativa del esteticista y la comprensiva del intelectualista. La proyección activa puede condensarse en las palabras de Carlos Marx: “Hasta ahora los filósofos no han hecho más que explicar al mundo; a nosotros nos corresponde transformarlo”.

Para consignar la correlación cultural y expresarla en función de los elementos establecidos, tenemos el siguiente cuadro:

Facultad espiritualRazónSentimientoVoluntad
Actitud vitalIntelectualSentimentalVoluntarista
Expresión culturalCienciaArteMoralidad
Carácter psicológicoRacionalEmotivoActivo
Valor preferenteVerdadBellezaBondad
Disciplina filosóficaLógicaEstéticaÉtica

La posibilidad de dirigir la acción espiritual por varios caminos ha constreñido generalmente a la adopción de alguno de ellos y, como reacción adversa, a negar los demás, de suerte que el partidario del racionalismo se considera antagónico frente al intuicionismo, éste hacia el voluntarismo, y así sucesivamente. Parece, digamos, como si el individuo de talento preclaro fuera incapaz de conmoverse ante una obra de arte, o como si el artista estuviera imposibilitado de cultivar la disciplina racional, o como si el hombre de acción no pudiera percibir la belleza de las formas. Frente a esta deplorable convicción, que se ha repetido con demasiada frecuencia, es necesario definir rigurosamente cada una de las dimensiones del espíritu, que corresponden a sendas vertientes de la cultura y requieren su mutua participación. No hay ningún impedimento para aprovechar las manifestaciones que cada una brinda al hombre, como un poderoso atractivo para su desarrollo; esto es algo más que un simple requisito para conducir la vida, representa el ideal supremo de la existencia y sólo a través de él es posible dominar el vasto horizonte espiritual, abarcando la nutrida variedad de formas y tonalidades que se manifiestan en la creación humana.

Un postulado como éste puede llamarse el Principio de la integridad del espíritu y es la norma suprema de la existencia; frente a ella cualquiera otra ocupa un lugar parcial y derivado. Incluye a las que se conocieron en psicología clásica como “facultades del alma”, si bien con un sentido mucho más dinámico de cómo fueron concebidas su principal deducción estriba en que al tratar alguna de ellas se acude indefectiblemente a las demás y se invocan mutuamente en el proceso infinito de la creación cultural. Así, el matemático pone en juego una fuerte dosis de intuición y requiere gran fuerza de voluntad para efectuar su trabajo, además de la acendrada racionalidad que le es inherente; el artista es, por constitución, un ser emotivo, pero no puede expresarse en obras sin una penetrante racionalidad que le conduzca a la comprensión de las formas técnicas, y también requiere fuerza de voluntad como realizador de sus trabajos; y el llamado “hombre activo”, que se caracteriza por su incontenible impulso a la acción, no sería más que un ser desquiciado si no le acompañara el juicio intelectual de los problemas que acomete, y carecería de interés en sus gestas si no fuera por la emoción que ellas mismas le producen.

Así pues, la distinción que efectuamos de tres grandes posturas frente a la vida, obedece, como toda distinción, a la necesidad de resolver el papel que juega cada una de sus realizaciones. Por ello expusimos que en el racionalismo predomina la proyección intelectual, mientras en el esteticismo resalta la emotiva y en el voluntarismo la preponderante es la intención activa. La realidad del espíritu se manifiesta con la participación de esas tres grandes dimensiones y se compenetran de modo que donde aparece una figura, también las demás. De esta compenetración nos interesa destacar la que corresponde al voluntarismo, pues la saturación que reciben los actos del espíritu por parte de la voluntad, da un matiz ético a todos los momentos de la existencia. De ahí proviene el sentido moral que tienen las actividades de la cultura, igual la artística que la científica, la religiosa o la pedagógica, pues en cada una se encuentra un contenido humano que proyecta la conciencia del valor en los términos que distinguen a la conducta moral. Este es el sentido de la praxis, como se conoció antiguamente a la actividad humana, derivando de ahí la acepción de “práctico” que se otorga a toda acción.

Esta unidad integral del espíritu es de primer orden para el desarrollo de la ética; la concebimos en el amplio sentido que se dirige a todas las formas de actividad consciente, culminando en sistemas como el humanismo y el eticismo, que serán focos de atención en nuestro desarrollo. A reserva de la más amplia mirada perspectiva en la proyección que tiene la filosofía frente a la vida, con el sentido inmanente que la reviste y la función viva que desempeña como instrumento de acción y comprensión en nuestro tiempo.

El nexo entre ética y filosofía repercute en la adopción de un criterio para la vida, que consiste en tener conciencia de lo que se requiere y de lo que se hace. En esta conciencia radica el sentido moral de la conducta; será más elevada la forma de conducirla mientras mayor sea la conciencia que se tenga de ella.

Ahora bien, la conciencia de la acción se manifiesta en tres grandes planos que se distinguen por su nivel estructural. Ordenados de singularidad a generalidad, de concreción a abstracción, están en primer término los acontecimientos singulares de la vida, como testimonio inmediato del existir; en segundo término, se encuentran las obras de la cultura, que son los momentos selectos y creativos de la vida; en el tercero está la reflexión filosófica, capaz de llegar a una generalización máxima de todos los problemas. La filosofía de la reflexión abocada a proporcionar el criterio para vivir, que de modo ingente reclama nuestro tiempo. Así pues, veamos someramente en qué consiste cada uno de ellos, para captar la integración de la unidad existencial.

Los acontecimientos de la vida son hechos concretos y singulares, transitorios e irrepetibles, que se suceden unos a otros en el decurso temporal; se dan en gran número –uno a cada momento, podríamos decir– y su grado de significación varía de acuerdo con la trayectoria en que se hallan colocados, o sea la finalidad a que se destinan. Desde luego, los menos importantes cubren la mayor parte de la vida, y su neta singularidad contrasta con la universalidad ideal a que aspira el hombre; esta clase de actos provocan en sí mismos un desconcierto que se resuelve únicamente al serles aparejado un criterio de valor que los lleve por una dirección definida.

El segundo plano vital se compone, por los actos que poseen una conciencia explícita de la vida, y en ellos destaca la preocupación por realizar un valor; es lo que en términos comunes se dice: “Hay que hacer algo importante en la vida”. Este afán creativo de expresión espiritual anima a todos los seres humanos, pero sólo una minoría de ellos pueden realmente producir obras de positivo valor; aun en la vida de los hombres geniales, los momentos de creación significan una parte relativamente pequeña de su existencia. Un poeta concebirá tal vez una metáfora o una rima selecta en el tiempo que su vida registra muchos acontecimientos intrascendentes, pero éstos quedarán desvanecidos por su insignificancia, en tanto aquéllos adquieren una validez permanente y se traducen en obras imperecederas.

Por último, el nivel de la filosofía representa la conciencia de la cultura, y como ésta es conciencia de la vida, la reflexión filosófica se convierte en “conciencia de la conciencia” del vivir; por esto se le designa como autoconciencia: filosofía es meditación autoconsciente, solo ella es capaz de producir la deseada unidad, primeramente a través de sus ramas particulares y más tarde como meditación culminante de la vida. La filosofía inquiere por el valor de los actos, indica las demarcaciones culturales y exalta los principios de la ciencia, de la creación artística y del comportamiento en general; el ápice filosófico es la idea suprema del conocimiento, que consiste en la unidad y orientación para la vida. Encauza a los actos cotidianos en la dirección permanente de los valores y por ello la más elevada moralidad tiene su fundamento en una reflexión filosófica, esto es, en la autoconciencia axiológica del vivir.

La más fecunda consecuencia que puede y debe obtenerse de la filosofía es la adopción de un criterio para entender la época, actual, no sólo en su elevada manifestación como cultura, sino también en los asuntos cotidianos que constituyen una parte de cuidado en la existencia. La necesidad de que el filosofar se traduzca en una posición frente a la vida ha ingresado en la conciencia del público, que rechaza a la filosofía especulativa porque se aparta de los problemas contingentes e inevitables de la vida. Al aceptar este requerimiento no hacemos simplemente una concesión al clamor de nuestro tiempo; reconocemos el sentido de la auténtica filosofía, producida en un momento dado y de acuerdo a las circunstancias que rodean su aparición, en acatamiento a los problemas culturales y espirituales. Por ello, nada más justo que la impostergable necesidad de dirigir las conclusiones filosóficas sobre problemas concretos, cumpliendo el sino de toda filosofía que le otorga el supremo contenido moral como orientación para la vida. Esta condición impónese hoy más que nunca, por la encrucijada de inciertas situaciones que tiene ante sí el hombre, para quien carecen de valor las tradiciones por sí mismas buscando en cambio la instauración y renovación de los valores. Contemplamos el surgimiento de un mundo al que se enfrenta la vida actual, con un ritmo de transformación como nunca se había producido. Las instituciones políticas tienen un acaecer tormentoso en la crisis que sortean a cada momento; las fronteras nacionales se diluyen poco a poco y tienden a sumar los núcleos nacionales en bloques continentales y de orden mayor; los descubrimientos científicos producen una sacudida más grande que en toda la historia de la ciencia; el medio mundo que había padecido el letárgico quietismo del coloniaje despierta como un coloso de increíbles dimensiones que clama justicia. Por todo ello, la necesidad de una revisión en las doctrinas humanistas se deja sentir con renovado ímpetu y es el más elocuente síntoma de que la humanidad anhela, hoy más que nunca, una profunda transformación en todos los sistemas.

He aquí la necesidad de situarse frente a los problemas reales, con un pertrecho de conocimientos sólidamente fundados, para tomar parte en la gran batalla que se libra en esta ominosa paz armada que ha puesto a la humanidad en el filo de la navaja, sobre un borde infinitesimal que tiene de un lado su destrucción y del otro la renovación de sus principios, tendiente a la realización de los ideales que ha cobijado, a veces utópicamente, en el decurso de su historia. Por ello la filosofía ha perdido el carácter especulativo y adquiere la función de una herramienta al servicio del hombre, destinado a ordenar y comprender sus problemas, a clasificar sus ideas y hacer más accesible el riquísimo contenido que alberga como un inmenso recipiente, la civilización monumental de nuestra época.

Compenetrarse en la filosofía no consiste exclusivamente en captar sus doctrinas y enterarse de sus tesis, sino en algo más que trasciende el contexto doctrinario, a saber: el tratamiento que lo sustenta en un plano trascendental, más remoto y profundo que las doctrinas propiamente dichas. Tal vez el deseo congénito de conocerlo todo, de llegar a un saber absoluto, que permita develar el origen de las cosas y el misterio de la creación. En el hombre se agita la inquietud del conocimiento que a su vez obedece al instinto de perfección, uno de cuyos reflejos es el renovado intento de llegar a una verdad definitiva. La gran lucha se libra entre el anhelo de perfección y las limitaciones a que está sujeto, como no es posible trascenderlas, resulta de ahí una forzosa conciliación en que, si no puede ser perfecto, por lo menos debe ser cada vez mejor. Con esta convicción se da un gran paso en la ética porque significa el reconocimiento de que la esencia humana no alberga la perfección, pero sí el instinto de superación, el más sólido respaldo que pueda otorgarse a cualquier postura moral.

Sobre esta perspectiva es dable entender el absolutismo de que han revestido la mayoría de las doctrinas filosóficas, al pretender alcanzar la razón última de las cosas, el origen del universo, la naturaleza del alma, e inclusive Dios mismo, pretensión que sería pedantesca si no fuera por la trascendental preocupación de llegar al Saber. Esta preocupación de los filósofos tiene el síntoma de una vitalidad inagotable y les hace perseverar en la tarea infinita que, de otra suerte, habrían abandonado ante la perspectiva de no llegar a dominarla jamás. Sus temas bordean en lo absoluto, pues no otra cosa es la razón del universo, el origen del cosmos, la naturaleza del alma, Dios y la vida eterna, temas todos ellos que resultan inasequibles a la mera razón; por eso, no obstante las numerosas teorías que se han emitido para explicarlos, no se ha dado todavía una solución que pueda ser rigurosamente demostrada, como correspondería a un verdadero conocimiento. La mayor parte de las opiniones que pretenden alcanzar el saber absoluto son punto menos que arbitrarias, aunque explicables desde el punto de vista humano, porque obedecen el deseo de conocerlo todo y resolver el misterio que ahoga al alma en la ignorancia y la angustia de la creación, con la conciencia de que pasará la vida y pasarán los siglos sin que el hombre haya sabido a ciencia cierta quién es, por qué vive, qué es el mundo que lo rodea y quién lo formó.

Para su justificación es necesario aclarar que no todo es erróneo en la filosofía ni tampoco es la única que se haya dejado seducir por el afán de conocerlo todo. También las ciencias se han desbocado en su rápido crecimiento, aunque están sujetas por el freno de la experiencia. La filosofía, por su parte, posee un contenido de positivo valor que representa la paulatina conquista del espíritu, aun con las limitaciones que le son inherentes y están en relación a la vida cultural. De ahí que toda filosofía sea auténtica cuando corresponde fielmente a la vida de su tiempo.

El avance del saber es la simultánea acción de lo filosófico y lo cultural, como dos ejércitos que marchan bajo un solo mando y hacia una sola meta: la perfección y el deseo de conocerlo todo. Esta idea es la dirección en la campaña y es el punto al que se encaminan los dos ejércitos en la penumbra del conocimiento, que no es la densa tiniebla de la ignorancia ni la etérea luminosidad del saber absoluto. En el inconmensurable espacio de lo que hay por saber, lo que ya se sabe es apenas un punto infinitesimal, pero se encuentra en suelo firme, y por esta firmeza se ha mantenido a través de los siglos, orientando al pensador en su continua e infinita búsqueda, que no tiene término y se encuentra en constante agitación. El verdadero filósofo no esperará llegar a puerto seguro y amarrar su embarcación, a lo cual equivaldría poseer una verdad absoluta y definitiva; por el contrario, amará profundamente la navegación sin fin y encontrará un gran placer en haberse acercado a aquel punto sin alcanzarlo, en proseguir la ruta que conduce a él, aunque la distancia no se acorte en realidad, pues la luz se aleja a medida que intenta acercarse a ella. El filósofo debe conformarse con la sombra que proyecta aquella luz en su camino y por más que avance estará siempre delante de él; el verdadero filósofo no querrá brincar sobre su propia sombra.

Miguel Bueno, Ética y Filosofía (2024)
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